El accidente cerebrovascular (ACV), comúnmente conocido como ictus, es una alteración repentina de la función cerebral causada por una interrupción del flujo sanguíneo. Puede deberse a la obstrucción de una arteria (ictus isquémico) o a la ruptura de un vaso sanguíneo (ictus hemorrágico).
Esta urgencia médica exige una rápida actuación clínica. Como destacan Bravo Anguiano et al. (2023) en el Manual de Urgencias Neurológicas, una identificación y tratamiento precoz puede significar la diferencia entre una recuperación funcional y un daño cerebral irreversible.
Ictus isquémico: el más frecuente y silencioso
El ictus isquémico representa aproximadamente el 80% de los ACV, y ocurre cuando una arteria cerebral se obstruye, generalmente por un trombo o émbolo. Se distinguen varios subtipos, incluyendo el infarto lacunar, el cardioembólico y el aterotrombótico. Este último puede presentarse de forma más progresiva, mientras que los cardioembólicos suelen ser súbitos y severos.
Clínicamente, los signos varían según el territorio afectado. En el sistema carotídeo predominan la hemiparesia y la afasia, mientras que en el sistema vertebrobasilar son comunes la ataxia y las alteraciones visuales.
El diagnóstico se basa en la combinación de exploración neurológica, anamnesis detallada y neuroimagen (TAC o RM). Las pruebas complementarias como el ECG, Doppler y estudios cardiológicos ayudan a identificar la etiología, especialmente en pacientes jóvenes o con eventos embólicos.
El tratamiento se enfoca en restaurar la perfusión cerebral mediante trombólisis intravenosa (rTPA) en las primeras 4,5 horas desde el inicio de los síntomas. Para ciertos casos con oclusión de grandes vasos, se contempla la trombectomía mecánica, preferiblemente antes de las 6 horas. En todos los casos, la activación del "Código Ictus" permite una atención rápida y protocolizada.

Aprende a diferenciar entre ictus isquémico e ictus hemorrágico. Foto: composición GLR/difusión

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Ictus hemorrágico: menos común, más letal
El ictus hemorrágico representa entre el 10 y el 20% de los ACV, pero su tasa de mortalidad y morbilidad es significativamente mayor. Se produce por la rotura de un vaso cerebral, provocando una colección hemática intracerebral.
Los factores de riesgo incluyen hipertensión arterial severa, malformaciones vasculares (aneurismas, angiomas), anticoagulantes, consumo de drogas como cocaína, y angiopatía amiloide en pacientes ancianos.
Los síntomas suelen instaurarse de forma brusca, con cefalea intensa, vómitos, y deterioro del estado de conciencia. La presentación clínica varía según la localización de la hemorragia: putaminal, talámica, lobar, cerebelosa o pontina, cada una con un perfil neurológico distinto. Por ejemplo, una hemorragia pontina puede desencadenar coma profundo y tetraplejia.
El diagnóstico diferencial debe excluir ictus isquémico, tumoraciones, crisis epilépticas, encefalitis o migrañas complicadas. El TAC craneal es el método diagnóstico de elección para identificar el sangrado, y puede complementarse con RM, punción lumbar o angiografía según el caso.
El tratamiento es principalmente conservador en las primeras fases: control de la presión arterial, manejo del edema cerebral, y suspensión de anticoagulantes si procede. En ciertos casos, especialmente con hemorragias cerebelosas o hipertensión intracraneal grave, puede ser necesaria la cirugía evacuadora.